viernes, 13 de enero de 2012

Una mañana de enero en el monte

Estas fiestas pasadas, llevé a mi hermana al monte, a que sintiera un poco la Naturaleza. Me da pena, está recluida en una ciudad y nunca siente los árboles ni el aire fresco, así que con las vacaciones aprovechamos y la llevé a ver las cabras. Era un día soleado, pero había escarcha en el suelo del bosque e incluso las briznas de hierba permanecían congeladas a la sombra. Intenté buscar alguna seta para que mi hermana la viera, pero las pocas que había estaban algo pútridas. Cuanto más subíamos a la cumbre del Cerro, más calor parecía que hacía (también es verdad que tardamos un rato en subir y casi llegamos a mediodía arriba). Hacía un día radiante, e incluso vimos alguna lagartija ibérica (Podarcis hispanica) con su cola azul cielo, tumbada a la bartola tomando el sol.
   El objetivo del paseo era enseñarle las cabras a María, aunque no importaba que no las viéramos aquel día, el bosque nunca decepciona. Ya empezaba a parecer que no veríamos al rebaño aquella mañana, cuando pude, por fin, divisar un cabritillo ramoneando unas hierbas en la ladera. Estaba bastante lejos, pero el grupo estaba ascendiendo. Por desgracia, mi hermana, como millones de personas en este país, pensaba que las cabras, como buenos animales salvajes, serían agresivas y nos atacarían en cuanto nos acercáramos. Ella me preguntó: "¿Y si nos topan?". No lo había pensado, tenía bastante asumido que a los animales salvajes hay que aproximarse con cuidado y a cierta distancia, y si uno quiere ver cosas, tiene que guardar un cierto decoro. Uno no puede llegar e internarse en la espesura hablando fuerte, perfumado con otra cosa que no sea el olor del romero o el tomillo, haciendo aspavientos, si desea observar la vida secreta de los animales. Probablemente esto sea obvio para casi todos los que me leen, pero no creáis que está tan claro. En fin, que me autorrespondí y le aclaré a mi hermana que, a no ser que nos acercásemos excesivamente y sin cuidado, no nos harían nada. Además, lo que a las cabras más les importaba, todas ellas hembras, son los cabritillos que llevaban consigo, por lo que no teníamos nada que temer si respetábamos su espacio cabral. Las otras veces que las vi, excepto la primera, que fue un poco violenta, por el aviso ensordecedor de una de las hembras, fueron de lo más tranquilas.
   Una vez localizadas, nos acercamos a ellas. Poco a poco, nos parábamos, esperábamos, nos miraban, seguíamos, nos parábamos... Al final nos sentamos en una roca plana, bajo los pinos. Le dije a mi hermana que sabía que estarían en esa ladera porque por la noche había helado, así que por la mañana irían a tomar el sol allí. Efectivamente, el grupo de siete hembras y dos jovenzuelos que debieron de nacer la primavera pasada, estaba tranquilamente allí, pastando. Las cabras nos habían visto bastante antes, pero cuando estábamos tan cerca, a menos de seis metros de distancia, algunas, por no decir casi todas, se tumbaron tranquilamente, a absorber un poco de calor.
La cabra tranquila
 Durante el invierno, están activas durante las horas de más calor, ramoneando arbustos y plantas. Cuando no encuentran suficiente alimento, son capaces de mascar ramas y cortezas; y cuando nieva, escarban en busca de raicillas y plantas herbáceas ocultas.
Las cabras son seres espirituales. Animales tranquilos la mayor parte del tiempo, mi hermana pudo comprobarlo y creo que ella también se sintió algo invadida por esa mezcla de misterio y fuerza vital que se respira en el bosque. Durante todo el tiempo que estuvimos con ellas, sólo hubo un pequeño percance: una cabra le clavó sin querer un cuerno a otra en un cuarto trasero mientras pastaba, la otra saltó y se dio la vuelta, dispuesta a defenderse, pero la corneadora se quedó quieta, como dándose cuenta de su error y no pasó nada más.
   Un grupo de mitos (Aegithalos caudatus) se nos acercó mientras tanto, y yo desvié la mirada del rebaño cabril para mirar los mitos, que son como una bienvenida cada vez que voy al bosque; los mitos llegaron alegres, saltarines, como pequeños duendes alegres. Con ellos iba mi segundo carbonero garrapinos (Parus ater). 
Comportándose de igual manera que el primero que vi, en la misma zona, hundía su cabecita blanquinegra en los brotes del pino carrasco donde se encontraba. Los mitos, a quienes acompañaba, jugueteaban, saltaban, se colgaban boca arriba, revoloteaban y chisporroteaban, llenos de vida. "¡Sólo un animal a la vez!" me chistó mi hermana, riéndose, al ver que los mitos y el carbonero me distraían de la observación cabril. Es que, lo admito, no me puedo controlar, llega un animal, llega otro, llega otro, 
y a todos los tengo que mirar. Muchas veces me meto en los herbazales, en busca de mántidos y saltamontes. En ocasiones aparece un tetigónido y mientras lo miro aparece otro animal con costumbres igual de apasionantes, y no me da tiempo a observarlos uno a uno.  Todos son importantes, y la Tierra está tan llena de seres y cosas maravillosos, que creo que una vida no es suficiente para observar y sentirlos.


   En aquel momento, sentado en aquella roca plana, con las cabras enfrente, los mitos y el carbonero sobre nuestras cabezas y el sol contemplando la escena, aparté la vista y de forma distraída miré la roca sobre la que mi hermana y yo nos encontrábamos. La firma de la Naturaleza y de sus hijos, el viento y el agua, se denotaba claramente en la forma en que las ramillas y las rocas estaban dispuestas; ahí, justo donde mis pupilas enfocaban, había una enorme egagrópilas gris, con varios huesos blanquecinos que se apreciaban dentro de ella. Lo primero que pensé fue: "¡Un búho real ha estado aquí!". En efecto, gracias a Javier, pudimos determinar que aquella egagrópila era un rastro inconfundible del gran duque (Bubo bubo).
En palabras de Javi, "los huesos largos corresponden al húmero, el radio y el cúbito; en definitiva, el brazo izquierdo de un conejo. [...] Las egagrópilas de las nocturnas siempre tienen los huesos intactos, debido al escaso poder corrosivo de sus jugos gástricos, lo contrario que en las rapaces diurnas"  

   Creo que una visita al monte, aquel radiante día, le alegró a mi hermana el alma. La pobre no había visto nunca animales salvajes de aquel tamaño, libres. La verdad es que cuando uno ve animales en los libros y luego los descubre por casualidad en el campo, se alegra mucho de saber que, en efecto, existen. Fue un momento muy agradable y un tanto bucólico.

viernes, 6 de enero de 2012

Ya vienen los Reyes...

                                       
Ese olor a dromedario de la noche del 5 de enero...