Sopla viento en Iberia, y en el bosque de Chinchilla, los pinos retuercen sus ramas y hacen brillar sus acículas bajo las plateadas nubes.
Pocas aves cantan hoy en el monte, en determinadas ocasiones en que el viento reduce el ímpetu de sus soplidos, se pueden llegar a oir los cantos tenues de los vergonzosos paros y agateadores. Sin embargo, si prestamos atención conseguiremos ver a los pequeños agateadores comunes
(Certhia brachydactyla). En el fondo son fáciles de ver si oímos por casualidad su canto rechinante y agudo, y lo seguimos. Sí, es aquel pequeño animal que trepa por los troncos de los árboles, casi del mismo color que la corteza del pino sobre el que está posado.
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Si buscas, me encontrarás. |
Me he fijado en que, al menos aquí en Chinchilla, los agateadores suelen ir acompañados de otros pájaros, como mitos y carboneros, sobre todo en invierno. Aunque son sedentarios, no dudan en hacer desplazamientos a otras zonas boscosas si escasea el alimento o el clima se vuelve demasiado frío en invierno.
Crc... tcrac... crc... crrrc... Puedo oír desde aquí el crujido de la corteza del pino cuando las largas uñas del agateador la rozan. Al caminar por el silencioso sendero del bosque, no poco transitado, es difícil pensar que hay toda una comunidad de seres que viven completamente aparte del bullicio innecesario de la ciudad, pero sin embargo, ahí están. El conjunto de criaturas que no utilizan palabras para comunicarse, y que sólo responden a la voz de lo salvaje, la voz que podremos entender sólo si la escuchamos, tiene un futuro poco halagüeño aunque algo estabilizado de momento. Porque, en nuestra sociedad de mentiras, corrupción y poco amor por las cosas que importan, ¿quién puede interesarse por las criaturas de las que os hablo? ¿Quién va a comprender la importancia de que todavía queden supervivientes que canten, gruñan, silben, arañen, aúllen o píen en los últimos parajes naturales de España?
Una larga risotada me distrae de los pensamientos semiapocalípticos para avisarme de que he llegado al territorio del pito real
(Picus sharpei), un gran pájaro carpintero verde cuya voz imitan insistentemente los estorninos del pueblo. Allí, una lagartija colilarga
(Psammodromus algirus) corre a esconderse en un esparto, pero primero me deja hacerle una foto.
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Lagartija colilarga (Psammodromus algirus) |
Es gracioso verlas correr, como movidas por descargas eléctricas, esquivando rocas, troncos, comiendo aquella pequeña araña tan deliciosa, observando con ojos vidriosos su pequeño mundo. En Chinchilla he podido observar varias especies de lacértidos, la más común es la lagartija ibérica (o a saber, porque esta especie varía muchísimo de una zona a otra), que puede observarse casi en cualquier lugar; la lagartija colilarga oriental, con sus amarillas carreras longitudinales, y el lagarto ocelado
(Timon lepidus), a quien sólo he visto dos veces, la primera de ellas me pegué un susto de muerte. Andaba yo embelesado por la luz de un atardecer de agosto, cuando llegué a una zona desarbolada. El silencio lo envolvía todo. De repente, a pocos metros de mí, un enorme bicho verde salió escopetado de una gran roca en la que se supone que había estado regulando su temperatura, armando un estruendo que a mí me pareció increíblemente ensordecedor, arrastrando piedras, troncos y cortezas. Estoy seguro de que él se asustó más que yo.
Me acerco a la charca de los sapos. Es triste. Este año, sólo hay renacuajos de sapo corredor
(Epidalea calamita), los sapos parteros que encontrara hace dos años ya no están. Sus enormes renacuajos no nadan entre los negros renacuajos del corredor. Por un momento, en mi mente resuenan las siguientes palabras: "El silencio de la charca". Si queréis saber más, pinchad
aquí. Es un programa de "El Escarabajo verde" que recomiendo a todo el mundo. Habla de la rápida desaparición de muchos anfibios en nuestro territorio.
Las últimas lluvias han servido para hacer florecer los tomillos, los
Helianthemum y los
Muscari o nazarenos, como los llaman en Chinchilla, en un espartal sin árboles. El aroma que abraza los pies del caminante al caminar por el espartal es inolvidable, días después, todavía mis guantes y botas huelen al tomillo salvaje.
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Thymus en flor, en un espartal. |
¡Menudo ir y venir se llevan los abejorros, las abejas y los moscardones! ¡Qué trajín! Se posan en aquella
Lithodora, en otro tomillo, sobrevuelan unos
Helianthemum amarillos, vuelven, giran, se van, vienen. El zumbido de toda esa gente alada me acompaña hasta que dejo atrás el espartal y me interno nuevamente en la espesura. Antes de entrar al bosque... ¡ah! ¿qué es aquello que vuela? Un grupo de unas siete gaviotas reidoras ha sobrevolado los árboles. Para la gente de a pie, ver gaviotas por Chinchilla es raro. A mí me lo parecía al principio, hasta que me di cuenta de que buscan y sobrevuelan muchos sitios, y si aparecen en aguas continentales, como en Pétrola, tendrán que atravesar primero lugares sin agua.
El silencio reina de nuevo. En la linde del bosque, bajo un gran pino bitroncado, se acumulan egagrópilas blanquecinas de búho real y huesecillos de roedores y conejos. Algún día me esconderé en un
hide y lo observaré en acción. Hasta entonces, me entretengo buscando a los animales que se esconden bajo rocas y troncos. Se presenta ante mí la reina de los miriápodos, la escolopendra
(Scolopendra cingulata), un temible quilópodo depredador de cualquier animalillo que se encuentre en su camino por la noche. Durante el día, la escolopendra se esconde en las tinieblas, pero cuando éstas gobiernan el mundo, sus veintiún pares de patas la desplazan fuera de su escondrijo, llevándola a todos los lugares. Ningún recoveco queda sin explorar, la escolopendra tiene hambre y no dudará en atacar ni siquiera a la
Lycosa tarentula, muy a mi pesar, porque esta última es más amiga mía que la escolopendra. Bajo otras rocas, descubro otros miriápodos, que consigo fotografiar para vosotros y os presento más abajo.
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¡Co***es! ¿Quién se atreve a despertar a la reina de las tinieblas? Con lo poco que me gusta la luz... |
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Recuerdo haber tenido uno de éstos cuando era pequeño. Le daba de comer pequeños insectos, y el animalillo acudía corriendo con las forcípulas abiertas de par en par, zampándose en el acto a la pobre presa. Yo tenía en mente que esto era alguna suerte de Scolopendra que se había quedado roja y pequeña sin explicación alguna. Más tarde llegué a la conclusión de que debía de tratarse de alguien perteneciente al género Lithobius. |
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Mmmh... si mi experiencia campera (que no es mucha) no me falla, diría que esto es un Haplophilus subterraneus, gran amante de las lombrices al jugo, nocturno animal depredador de anélidos que se guarece bajo húmedas rocas. Bajo una roca he llegado a encontrar cuatro de éstos, enrollados y somnolientos. |
Estos miriápodos, junto a otros, como el
Ommatoiulus rutilans, un milpiés rechoncho y tranquilo que camina distraídamente entre la hojarasca, como de paseo, son generalmente nocturnos. El
O. rutilans vive en regiones cálidas y calcáreas y es muy frecuente en el área mediterránea, incluso al lado del mar. A este, sin embargo, no me lo cruzo en este día tan ventoso.
Los días en que hace tanto viento, el bosque parece detenerse, incluso parece que las plantas dejan de crecer. Las semillas aladas del pino carrasco aprovechan para conquistar nuevas tierras, pero los animales sólo tienen ganas de pegarse al tronco de un árbol, cerrar los ojos, y esperar a que pase el temporal. A mí, sinceramente, me entran ganas de volverme un poco autillo y estirarme junto a un tronco y hacer como que yo también soy parte del grueso árbol.
Vuelvo a casa, las genistas floridas se enganchan en mi chaqueta como diciendo: "¡Quédate!", y contemplo el paisaje destruido de Chinchilla de Montearagón, surcado por rampas, carreteras sin transitar... Qué pena, pienso, que a la gente le interese más el dinero, la construcción, las ganancias excesivas e innecesarias, que contemplar la manera en que se solapan los bosques de pino piñonero en la llanura, con los del pino carrasco en las zonas altas del Cerro de San Cristóbal; qué pena que no sepan reconocer el canto del carbonero garrapinos o de la totovía en Otoño; qué pena que nadie se haya dado cuenta de que en los olivares cercanos al pueblo hay críalos
(Clamator glandarius) que han llegado hace poco, y qué pena que hayan venido cabras montesas a nuestro humilde monte sin arbustos, pues no saben el peligro que corren esas siete madres y sus dos cabritillos.
La verdad es que yo siempre he tenido la esperanza de que la gente se dé cuenta de ese tipo de cosas. Tal vez pida demasiado, como cuando pido demasiado al creer que la silueta que he visto volar entre los árboles es un azor, en vez de una perdiz asustada.