miércoles, 17 de agosto de 2011

Al-karawan

"¿Tú? Tú tienes ojos amarillos como los alcaravanes; te llamaré Alfanhuí, porque este es el nombre con que los alcaravanes se gritan los unos a los otros... al-fan-huí, al-fan-huí"
Industrias y andanzas de Alfanhuí, Rafael Sánchez Ferlosio


No pude evitar pensar, al ver un pequeño grupo de alcaravanes revoloteando el otro día en unas tierras de cultivo cercanas a La Felipa, en lo que le dijo el maestro de Alfanhuí al conocerlo. Era una de esas tardes de agosto en que el cielo está cubierto por una capa impenetrable para el sol de nubes de todos los tonos posibles de gris. El calor reinaba aquel día y la humedad lo envolvía todo. La característica tierra rojiza de La Mancha absorbía con deseo el agua que, a intervalos, caía de las nubes. Vi un zorro muerto en la carretera, tenía los dientes fuera y los ojos cerrados como con fuerza; es el segundo que veo este año. Cerca de él, y esto me llamó la atención, había un alcaudón común (Lanius senator) al que pude fotografiar sin que se espantase. Los alcaudones, según he observado en dos especies (L. senator & L. meridionalis) en la misma zona, son pájaros confiados que permiten que los humanos se acerquen (aunque siempre con una prudente distancia). No muy lejos de donde estaba el zorrillo muerto, un cernícalo inmaduro y anillado descansaba en un poste de alta tensión. Acaso ambas aves estuvieron alimentándose del cadáver antes que yo llegara, quién sabe. Los cernícalos vulgares son rapaces generalmente comunes en esta zona de Albacete; a veces se les observa cirniéndose y mirando hacia el suelo en medio de los campos recién segados, quietos en el aire, con espasmos en las alas; nosotros no podemos verlo, pero quizá haya un ratón o un topillo que ha movido una pata en la inmensidad del campo, y el cernícalo lo ha visto... 
Más adelante, a las afueras de la pedanía chinchillana, un aleteo llamóme la atención. Estaban lejos, cerca de unos húmedos almendros. Al principio pensé que se trataba de un grupo de sisones (Tetrax tetrax), porque vi que parte de las alas eran blancas como la nieve, pero no. Los sisones, pequeñas avutardas comunes aquí, tienen las alas blancas completamente, con manchas negras muy dispersas. Éstas aves, aparte de ser más delgaduchas, tenían la parte superior de las alas mimética con la tierras en barbecho. De repente, dejaron de volar todas excepto una, y parecieron desaparecer en la tierra. Sin duda el plumaje las camuflaba. Aguzando la vista, divisé al último ejemplar en el aire, que se precipitó al suelo y se quedó de pie, expectante ante mi presencia, que ya la habían notado. Al posarse, también desapareció, pero en un último intento de avistar al animal con el zoom de la cámara, conseguí localizarlo. En la pantalla de la cámara apareció un ave zancuda de plumaje castaño y cabeza fea, con el ojo amarillo como una moneda de oro y un bigote negro. Era un alcaraván (Burhinus oedicnemus). Caminó unos pasos y me hizo gracia su forma de hacerlo, con la cabeza gacha hacia delante. No me lo podía creer, siempre había deseado ver uno, y yo sabía que por aquí hay, porque el hábitat es el apropiado, ¡y por fin..! Sólo pude hacerle dos fotos que, aunque de pésima calidad, me hacen recordar el momento; pero preferí hacer un dibujo. Estaba ilusionadísimo y la alegría me dura hasta hoy. 

domingo, 7 de agosto de 2011

Un paseo

Cuando a la caída de la tarde subo la cuesta que lleva al monte y observo las hierbas estivales, ya secas, me invade una extraña sensación. Los hipéricos ya no son amarillos, son pardo-rojizos; el té de roca ya florece, las siemprevivas estiran sus flores amarillas al cielo y las demás hierbas del año ya decaen. Antes de ver las sombras del bosque, antes de avistar un pino, antes de llegar a la curva que lleva a los senderos del bosque, ya me llega el aroma de los pinos carrascos combinado con el del tomillo y el musgo. En la curva de la garita, el gran pino espera mi llegada, como alentándome en la ardua subida de la rampa. Ya llego, ya. A mi derecha, todos los pinos aplauden mi subida agitando sus ramas con el viento, y se oye una sinfonía natural cuando toca sus agujas verdes, doradas a esa hora por el sol. Sigo caminando... la carretera sigue hacia arriba tras la curva, pero yo empiezo a internarme en el bosque por uno de los senderos que, como afluentes de un gran río, desembocan en el asfalto. El sol, que al rato tocará la línea del horizonte manchego, alarga las sombras y parece que la noche comienza a extender su ejército. La caminata me lleva hasta un pino caído que permanece unido a la tierra madre con la mitad de sus raíces, mientras que la otra mitad se levanta arqueada hacia la bóveda celeste, creando un agujero entre la base del árbol y la tierra, un agujero como de vergüenza, como de algo íntimo y vergonzoso que no debe ser visto... La copa crea una pared frondosa que me oculta de la severa mirada solar durante un momento. Al llegar al enorme cortafuegos, una enorme avenida terrosa que baja desde la cumbre hasta los riscos naranjas, me detengo a observar los altos cardos, que ya están secos y sólo les cabe esperar que una lluvia, una ráfaga de viento o una nevada los arranque de cuajo. Miro hacia el pueblo y el sol me da de frente. Las plantas, los mosquitos del aire, los árboles, todo tiene una aureola de luz que les da un aspecto como de algo que se acaba, como de un verano que prepara su retirada. Hay libélulas rojas que me rodean y se posan en las pinchudas hojas y me observan, y las lagartijas se retiran a dormir. Todo se apaga en el bosque y los insectos se esconden, a pesar de que al caminar por entre las secas hierbas, decenas de saltamontes saltan para evitar que los aplaste, porque esta es la época de los saltamontes. Sigo el sendero y vuelvo a entrar al bosque; bajo los pinos ya reina lo oscuro, y no hay sombras, porque no hay luz que ensombrezca, y se muestran los árboles tal y como son, con sus negros cuerpos elevándose para captar los últimos destellos y con sus conversaciones sencillas. En un recodo, me encuentro entre el espliego, y doy a mi alma a oler las albas hojas del matorral, donde las lagartijas se esconden. Un último rayo de sol me avisa de que he de irme, pero si por mí fuera, sería una roca negra, caliza, de las que se ensanchan en los tomillares, cubiertas de líquenes y blando musgo como pelo de rata, bajo la que se guarecen sapos, escorpiones, hormigas, lagartijas y miles de extraordinarios seres ignorados, y sería feliz porque formaría parte de la unidad del bosque. Aún no he dejado mis árboles y ya los echo de menos, las agujas del pino caído, que me acarician, sin pinchar, mi cálida mano sienten mi despedida, y yo más la siento. He dejado el bosque, pero volveré, y hasta entonces no puedo dejar de pensar... ¿cuándo sera? ¿Cuándo aspiraré el aroma de los pinos, la roca blanca, el musgo, el espliego, y todos los olores que caracterizan al bosque mediterráneo?

martes, 2 de agosto de 2011

El reptil costero

La salamanquesa rosada (Hemidactylus turcicus) es un gecónido ampliamente distribuido por la región mediterránea. Con esta me encontré hace unas semanas en Alicante, bajo una gran piedra, y acompañada de decenas de cochinillas de la humedad. Son animales rápidos que saltan si se ven en peligro, y se dice que viven más ligados al hombre que la salamanquesa común (Tarentola mauritanica). Me costó mucho fotografiarla, ya que corría a esconderse cuando se veía descubierta, hasta que, al final, lo conseguí; al acercarse la hora del crepúsculo, la luz no era buena, pero apta para que este pequeño reptil comenzase su actividad. En la foto inferior se puede observar un ejemplo de hábitat de la salamanquesa rosada, y aunque normalmente viven cercanas a edificios, también ocupan tomillares y pedregales.
Soy de los que acudían a salvar, en el colegio, una salamanquesa a punto de morir bajo el escobazo de una monja ignorante de las costumbres reptilianas, que tanto nos favorecen sin que nos demos cuenta. Más de una vez pude salvar salamanquesas, que soltaba en lugares más seguros. Aquellas salamanquesas no eran como ésta, porque aquí es más normal observar a la mauritanica. Todas las noches calurosas, las farolas se cubren de gecos en busca de mosquitillos y polillas que comer.