jueves, 18 de septiembre de 2014

El güertín de güelita, por Ignacio Abella

Entre todos los paraísos perdidos de nuestra niñez, existe uno que ocupa un lugar especial en el recuerdo. En cada casa de cada pueblo, había un pequeño jardín de paisana que pertenecía al universo de nuestros abuelos. Rodeado de un muro de piedra, con su portillo de madera, era la imagen exacta del carácter de la familia. Durante todo el verano, se dejaban sentir los aromas de los alhelíes y los rosales antiguos que se cuidaban con esmero por el simple placer y el orgullo de crear un espacio hermoso y bienoliente. Y el aire se encargaba de pregonar los efluvios, en los días de vientos sur, como si una bendición anduviera merodeando las callejas, entre caserías, cuadras y pajares.

    En aquel espacio mínimo, había un lugar para cada mundo. Allí se cultivaban los crisantemos para honrar a los muertos de la familia en el cementerio, el día de difuntos. Las calas, azucenas y gladiolos se ponían al pie de santos y altares y en la iglesia se colocaban especialmente los días de fiesta. La casa se vestía también con ramilletes de flores y siempre había algún lilar, matricarias o julianas para dar una nota de aroma y color al propio huerto. Por los rincones se mezclaban estas plantas ornamentales, con las culinarias (perejil, menta, orégano…) y medicinales (ruda, salvia, melisa…) y había una hierba para cada cosa: una regla dolorosa, una mala digestión, una gripe o catarro… También había remedios para los animales y plantas útiles para atar (formio), para ahuyentar a los topos (tártago) y para otros mil usos y necesidades.

    Había gente con “mano verde” y había un trasiego continuo de esquejes, plántulas y semillas que se pedían y regalaban entre los vecinos. “Me lo dio de buena mano” se decía si alguien te había dado un plantón y había prendido bien, pues era una señal de que te lo habían dado de corazón. El huerto y sus alrededores eran lugar y objeto de largas conversaciones sobre el tiempo y las témporas y los mil y un trucos para cultivar que incluían un refrán para cada ocasión. “Perejil en mayo para todo el año” se decía para recordar la mejor época de siembra, o “La patata y el pumar quieren ver al paisano marchar”, para indicar que se siembran muy someros (otro día haremos quizá un pequeño compendio del refranero hortelano).

    Siendo muy niño, recuerdo haber desgranado las semillas de caléndula, haber ido al huerto a por perejil o una hoja de laurel o haber pasado horas incontables literalmente en la higuera, comiendo de cuando en cuando los higos que se abrían de puro maduros y estaban señalados por la picada de un pájaro. También recuerdo que había un espacio, junto al pozo, especialmente dedicado a los niños, en el que el abuelo cultivaba unas fresas deliciosas y fragantes que saboreábamos con indescriptible deleite.

    El abuelo tenía también un trocito dedicado al vivero en el que sembraba nueces y manzanos y tenía plantones para hacer los injertos y preparar los arbolillos que irían a formar setos, pomaradas o arboledas. El huerto se extendía de esta forma al paisaje, repoblando y culturizando los montes y los setos que se cerraban con sanjuanines (aligustres), saúcos, espinos albares y otros árboles y arbustos que proporcionaban leña, flores medicinales, frutos, protección, cerramiento…

    Pero antes de nada, este huerto primoroso, tenía la función de alimentar a la familia y siempre había alguna cosecha particularmente generosa. Entonces nos mandaban a los niños con una lechuga, unas ciruelas o una coliflor a la vecina de al lado, o a familiares y amigos que participaban asiduamente de la generosidad de este cuerno de abundancia en el que se practicaban todas las formas conocidas de solidaridad, intercambio, amistad y generosidad. También se usaban todos los restos de la cocina y hasta las malas hierbas para el compost o para dar de comer a conejos, cerdos y gallinas. Ortigas, pamplinas y murajes… todo tenía un uso y un sentido en este verdadero Arca de Noé en el que infinidad de especies se alojaban. Y allí crecía una extraordinaria diversidad de variedades de frutas y de legumbres, con nombres propios y locales, fruto de siglos de sabiduría, selección y cultivo amoroso. Plantas perfectamente adaptadas al lugar y a la cultura… y cada una llevaba consigo todo su bagaje de conocimientos, milenarios quizá, sobre cómo cultivarla, conservarla, cocinarla... Mi madre cuenta que los huertos de su pueblo albergaban toda suerte de frutas de sabores paradisíacos: peras, manzanas, melocotones y abridores (albaricoques), nísperos (el europeo), pomas, ciruelos, cerezos y guindos, nogales, avellanos, vides y parras de moscatel, olivos… Tan sólo en cuestión de peras, podían contarse un sinfín de variedades que maduraban desde San Juan hasta el invierno y que se consumían crudas o en compota o se conservaban largo tiempo en los desvanes, según la clase. Lo mismo podía decirse de las verduras: cardos, borrajas y acelgas, ajos, alcachofas y vainas… y otras incontables; y aunque apenas llegamos a vislumbrar aquel momento álgido de nuestra cultura, aún hemos llegado a probar los sabores inenarrables de los racimos maduros de la antigua parra de la casa. Que yo sepa, nunca en el mundo entero ha existido ni existirá un sabor tan sublime.

    Y en el mismo huerto se cierran magistralmente los círculos, cuando dejamos florecer las más hermosas cebollas, berzas o lechugas, las más grandes y sanas, para obtener las semillas con las que volver a empezar, o cuando recogemos y revelamos los secretos de jardinero que van pasando de generación en generación, a través de una larga cadena que se remonta a un tiempo inmemorial.

    Es difícil explicar cómo en un espacio tan pequeño puede crecer tanta inteligencia y tanta cultura, tanta intensidad de gestos, nombres, significados, alimentos y medicinas, símbolos y ornamentos… Como un agujero blanco, el pequeño huerto es capaz de alimentar todos los universos, de irradiar en todas las direcciones elementos nutricios que atañen al cuerpo, la mente y el alma. Y aunque hayamos perdido una gran parte de esta tradición, siempre estamos a tiempo de recrear esa cultura en la que los paisanos aprendemos a hacernos cargo de nosotros mismos, cuidando al mismo tiempo nuestra salud y la de nuestros hijos. Practicando la economía cabal y la dignidad de vivir en un planeta que nos requiere el regreso a la tierra por todos los caminos posibles. Decía Gandhi que nuestro mundo es suficientemente grande para satisfacer las necesidades de todos, pero demasiado pequeño para saciar la ambición de unos pocos. En el güertín de güelita se ha venido demostrando este hecho durante siglos y generaciones incontables.


Escrito por Ignacio Abella, el cronista de árboles, en El Correo del Sol.