(X-MMXII) La llegada del otoño dejaba en el matorral una estela de muerte de la que muchos insectos no escapaban. La temperatura bajaba cada noche y los días se acortaban. La vieja hembra de mantis religiosa, posada sobre un cardo, temblorosa, sabe que sus días en esta tierra se acaban. A su reloj interno le quedaba poco para llegar a cero cuando dio la casualidad de que yo pasaba por ahí. En una ladera descubierta del monte, los tallos secos del Verbascum se yerguen como los restos de la gloria de un antiguo imperio. Las Vanessas migratorias ya llegan. Otras mariposas también saben que su tiempo se acaba. Tras la cópula y la puesta de huevos, nada queda ya para las mantis. Sólo muerte. En grietas, bajo grandes rocas y troncos, sus ootecas aguardan repletas cada una de más de 200 promesas de vida.
Algo llama mi atención, una flor otoñal asoma bajo un Eryngium campestre, y me agacho a observarla. Apoyo una mano en el suelo, al lado de otro cardo, y al levantarme noto cómo algo seco y espinoso me araña la mano. La agito y algo sale volando hacia delante. La vieja hembra de Mantis religiosa abre las alas al salir despedida. Me disculpo interiormente por no haberme dado cuenta y me acerco a mirarla con detenimiento. Ahí está la única mantis que he visto en el año 2012, no quiero ni pensarlo, pero admito que cada vez veo menos. En 2012, he visto en Chinchilla tres ejemplares de mántidos de tres especies diferentes: Geomantis larvoides, Empusa pennata y esta Mantis religiosa.
La dejo sobre unas ramas secas. Medio espasmódica, trepa por las ramitas y reposa al sol de octubre.
Ajenos a nuestras vidas de innecesarias tribulaciones, los insectos finalizan sus ciclos, colonizan nuevos lugares y luchan por sobrevivir, para que la próxima primavera, como ocurre desde que el mundo es mundo, sus hijos perpetúen la especie.